miércoles, 3 de septiembre de 2014

Dos increíbles inventos de la antigüedad que pudieron cambiar el mundo, pero que no lo hicieron

La innovación está de moda. Todo el mundo habla de ella. Las empresas dedican una ingente cantidad de recursos para transformarse en máquinas de innovar. Se fomenta la creatividad, la generación de ideas (incluso la cocreación haciendo partícipes a los clientes), se invierte incluso en las más alocadas. Resulta suficiente con que unas pocas consigan desarrollarse hasta llegar al mercado para justificar la inversión en un mundo tan competitivo como el actual. Innovar o morir es el mensaje.

Cada nuevo avance parece capaz de perdurar en el tiempo, promoviendo un proceso de cambio exponencial que logrará, a la postre, transformar el mundo. Sin embargo, la historia nos enseña que casi nunca ocurre así; hay demasiados factores que pueden relegar a grandes inventos al olvido.

Os dejo aquí dos muestras, dos inventos increíbles de hace ¡dos milenios! que debería haber cambiado nuestra civilización pero que no lo lograron.

LA PILA DE BAGDAG

Los más importantes logros del mundo antiguo han sido casi siempre ignorados por los historiadores fascinados por los grandes descubrimientos arqueológicos del siglo dieciocho. Estos años “gloriosos” de la arqueología comenzaron cuando Napoleón y los británicos se dedicaron a saquear los restos de las grandes civilizaciones del mundo antiguo. El expolio continuó hasta mediados del siglo veinte, cuando la independencia de las colonias provocó el surgimiento de una nueva arqueología mucho más respetuosa.

Hasta ese momento, los hallazgos eran tan grandiosos que cientos de miles de objetos “menores” fueron, en un afán de coleccionismo desmesurado, transportados a las metrópolis europeas sin ser estudiados en detalle. En demasiadas ocasiones ni siquiera fueron catalogados. La mayoría permanecieron ocultos durante décadas, almacenados en los sótanos de los grandes museos, hasta que llamaron la atención de un nuevo tipo de arqueólogos. A diferencia de sus predecesores, las aventuras de estos Indiana Jones de salón transcurrían entre bibliotecas y miles de cajas polvorientas sin inventariar apiladas en interminables estanterías cubiertas de telarañas.

El doctor Konig Wilhelm fue uno de ellos. Descubrió, olvidado en el museo de Bagdag, un pequeño objeto destinado a cambiar nuestra percepción de la tecnología del mundo antiguo.

Llevaba allí desde 1936, cuando los trabajadores del Departamento Estatal del Ferrocarril encontraron una vieja tumba cerca de Kujut Rabua, una aldea cercana a Bagdad. Entre los hallazgos desenterrados sobresalía una extraña vasija de cerámica amarilla que albergaba en el interior un cilindro de cobre soldado con una mezcla de estaño (la misma que usamos en la actualidad) a un disco adherido con asfalto al fondo. Otra capa del mismo material sellaba la parte superior sosteniendo una varilla de hierro que transcurría a través del cilindro hasta el disco. Nadie supo explicar la utilidad de tal instalación así que acabó en el desván.

El científico austriaco no tardó en percatarse que se hallaba ante una pila eléctrica construida en el siglo segundo antes de Cristo. Los 0,87 voltios obtenidos al rellenar una réplica del recipiente con un electrolito confirmaron esta primera intuición. Artilugios similares pero mucho más antiguos (datados mil años antes) han sido descubiertos posteriormente en otros yacimientos arqueológicos .

¿Por qué este invento no ha perduró en el tiempo?. ¿Qué habría cambiado si hubiéramos descubierto antes la electricidad?. ¿Habría podido Alejandro Magno vencer a las tropas persas comandas por Dario I si en vez de defenderse con carros de combate tirados por caballos hubiesen acometido a los macedonios encaramados en motocicletas eléctricas?.

A pesar de la amplia difusión de esta tecnología en Mesopotamia como demuestran los hallazgos de este tipo de artilugios en diversos yacimientos, los secretos de estas pilas ancestrales fueron celosamente guardados por los sacerdotes en los lugares más recónditos de los templos. La pilas eran empleadas para ornamentar, mediante un proceso de galvanización eléctrica, con finísimas filigranas de plata los vasos ceremoniales utilizados en la liturgia. La vasijas debieron adquirir un carácter sagrado obligando a los sacerdotes babilonios a ocultar esta tecnología a las tropas persas cuando arrasaron la región.

Se perdió un gran saber en esta desafortunada conquista (por cierto muchas de estas vasijas han sido expoliadas del muses de Bagdag tras la, mucho más reciente, invasión americana) debido a dos problemas: uno de comunicación y otro de puesta a tiempo en el mercado; Apple siempre intenta ocultar la características de sus productos hasta el último momento (sin demasiado éxito últimamente) pero hacerlo durante diez siglos resulta excesivo.

No me resigno a terminar esta primera parte sin ofrecer otra curiosidad histórica. Tras vencer la resistencia escita en el Mar Negro, sofocar la revuelta jonia, conquistar el valle del Indo y reconquistar las regiones de Tracia y Macedonia, el imperio de Darío era ya el más extenso que habían conocido los antiguos superando con creces el tamaño que alcanzaría el imperio romano en su máximo nivel de expansión. Pasarían mil seiscientos años antes de que el mundo pudiera contemplar una proeza de tamaña magnitud. La lograría el príncipe mongol Gengis Kan al conquistar casi toda Asia y una buena parte de Europa. Él ha sido la persona que ha dominado una mayor superficie del planeta en toda la historia. Darío fue el segundo hasta la irrupción del proceso de colonización europea.


LA MÁQUINA DE ANTICITERA

Un buceador de la isla de Simi, Elias Estadiato, descubrió un extraño artilugio a finales del siglo diecinueve incrustado entre los restos de un naufragio de la antigüedad, cerca de la isla de Anticitera.

Su complejidad era asombrosa. Mediante rayos X aún se podían apreciar treinta y seis engranajes entre los caparazones y esqueletos de moluscos, esponjas y corales aunque se piensa que debió disponer de más de setenta para poder cumplir con su cometido.

Cien años de investigaciones llevaron a los científicos helenos a concluir que aquel artefacto de metal corroído era una evolución del famoso planetario ideado por Arquímedes. Las complicadas combinaciones de engranajes y ruedas dentadas, concebidas por un genio anónimo de la antigüedad para predecir con una precisión increíble el movimiento del Sol la  Luna y otros planetas, pueden, por tanto, considerarse como el primer ordenador analógico concebido por la humanidad. Si queréis más detalles podéis consultar este excelente artículo.

Fue un logro grandioso. En palabras de Xenofondas Musas, el director del equipo de investigación: “si la antigua Grecia no hubiera sucumbido bajo el yugo romano, podría haber enviado al hombre a la Luna en unos pocos siglos”. Por desgracia, la tecnología que se esconde tras este ingenio se perdió en el tiempo oculta tras las aguas que bañan el archipiélago del Dodecaneso en el mar Egeo.

Fallaron los canales de distribución (el pecio naufragado se dirigía precisamente a Roma) y la oportunidad del producto (los romanos estaban más interesados en la ingeniería que en la ciencia)

Recientemente, el investigador Michael Wright ha conseguido construir una replica de este mecanismo. En la imagen se muestra una reproducción por ordenador aunque la replica puede admirarse, junto al original, en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas.

Hay otras replicas de la máquina de Anticitera, completamente operativas, mucho más curiosas como la creada utilizando piezas de Lego por Andrew Carol, un ingeniero de Apple.

Termino con otra curiosidad, también relacionada con las dimensiones de los grandes logros de la antigüedad, también ajena al propósito de este artículo. Babilonia fue la ciudad más grandiosa de su tiempo; en número de habitantes fue superada por Cartago aunque en extensión mantuvo el record mucho más tiempo. Sus murallas recorrían diecisiete kilómetros, una longitud asombrosa que supera ampliamente los doce kilómetros de las defensas de Nínive, la antigua capital del imperio asirio, los diez que alcanzaron los muros de la Roma imperial y que casi triplica la circunferencia de Atenas que, en su momento de máximo apogeo, no llegó a superar los seis.

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